miércoles, 14 de abril de 2010

EPISODIOS INMUNDOS

-Continuación-

EPISODIO DOS

El inspector Losada apuró el cigarrillo. La noche era fría y no estaba de buen humor.
Toda la mañana había estado ocupado con el papeleo del caso del barrio chino,
intentando evitar que el juez dejara suelto a Ramírez. Al final el juez no quiso
problemas y el delincuente salió a la calle como si nada hubiera pasado.
Más tarde, su mujer llamó por el teléfono móvil pidiéndole que pasase a recoger unos encargos por la tienda de los “moritos”; y cuando se disponía a realizar el encargo volvió a sonar el móvil, esta vez desde comisaría para ir a la residencia del Cardenal a investigar un posible homicidio.
Bajó del coche, dejándolo en doble fila, y tiró la colilla a la acera.
Alrededor de la residencia del Cardenal homigueaban un puñado de curiosos, varios agentes de policía y, según le pareció, un sinfín de monjas.
Subió las escaleras que llevaban al primer piso, notando que el aire cada vez escaseaba más en sus pulmones. Losada nunca fue un tipo atlético. Ya de joven era más bien gordito, y ahora, a sus cincuenta y dos años se había convertido en un hermoso ejemplar de lo que el sedentarismo y la comida rápida pueden conseguir. Sus ciento cinco kilos de predominio abdominal, junto con su pelo ralo, algo canoso y su descuidada forma de vestir le habían ayudado al progresivo deterioro de su imagen dentro del cuerpo de policía, donde ya poca gente le creía capaz de repetir las investigaciones que le hicieron modelo de no pocos jóvenes en la academia.
Entró en la estancia que había al final del pasillo. Allí vio al agente García, un tipo gris con cara de pescado con el que había compartido alguna investigación, como aquella del yonqui encontrado en un descampado con las orejas cortadas. García tendría unos cuarenta años y era bajito y delgado, con la mala leche que ello implica.
Vaya, el inspector Losada en persona...
¿Qué tal, García?, Dime qué tenemos.
Mala cosa... el cardenal está frito encima de su mesa. Tengo a una monja histérica y a un médico borracho.
Losada vio el cuerpo del Cardenal de bruces sobre el escritorio. Parecía un sapo enorme.
Una imagen lamentable. García, recuérdame que mañana mismo empiece el régimen. No quiero acabar como este pájaro.
El pájaro, como tu dices, es un personaje. Ya han llamado los del ayuntamiento y los de todos los periódicos, interesándose por su muerte.
Pues tiene toda la pinta de haberse muerto de viejo y de mala hostia.
Joder, Losada, como declares algo así delante de un periodista, mañana mismo te mandan a dirigir el tráfico en Mongolia.
Indiscutiblemente García tenía razón, pero el fiambre era el de un hombre viejo (probablemente más de setenta y cinco años) y no se veían señales de violencia ni de lucha en la estancia. No entendía muy bien porqué le habían hecho ir en persona.
Puede que te interese saber que murió instantes después de tomar un chocolate. He mandado muestra al laboratorio.
¿Chocolate?. ¿De verdad crees que se lo han cargado?. Se habrá atragantado con el melindro... Pobre viejo.
El doctor Carrascosa estaba con él en el momento de la defunción y asegura que no se atragantó. Según él – leyó en su libreta – se puso morado mientras una saliva espesa le caía por la comisura, y luego murió.
Carrascosa... ¿No es ese el médico del Hospital General que sale de vez en cuando en la televisión y en los periódicos hablando de no se qué de la sanidad y las enfermedades venéreas?.
No, hombre, no. Ese es otro. Carrascosa es el jefe del servicio de anestesiología del Hospital Duques de Medinaceli, según me ha dicho.
Y ¿qué hacía el doctor con el Cardenal a estas horas?.
Dice que eran viejos amigos y que habían quedado para verse. De todas maneras, no se si el testimonio del buen doctor es muy de fiar. Ya te he dicho que su aliento apesta a alcohol.
No dejes que se vaya. Me gustará oírle.
El inspector Losada dio una vuelta alrededor de la mesa. Al menos el fiambre no tenía ningún cuchillo clavado, ni su sangre adornaba su bien ganada púrpura. Con un poco de suerte sería un caso de muerte natural y podría archivar todo aquello sin tener que lidiar con políticos y periodistas.
El despacho estaba muy bien ordenado. En una pared había una copia de aquel cuadro de un italiano del Renacimiento en el que se veía a Dios acercando una mano a Adán. La otra pared tenía un tapiz de color rojo con hilos dorados en el que destacaba la figura de un descarnado viejo rodeado de orondas bellezas. La mesa sobre la que descansaba el cadáver estaba limpia, sin ningún papel ni nada que hiciera pensar que allí trabajaba alguien. Tan sólo una mancha marrón (¿de chocolate?) ensuciaba un extremo de la mesa. Una mancha que no era como todas las manchas. Si bien el extremo libre de la mesa presentaba aún el goteo del líquido espeso, la parte más central de la mancha parecía dibujada con un tiralíneas, como si un papel hubiera estado antes en ese lugar y alguien lo hubiera retirado. Encendió otro cigarrillo y, soltando una bocanada de humo, gritó:
García, llévame a ver a la monja.
Cruzaron de nuevo el pasillo, mal iluminado, llegando hasta una habitación pequeña, donde una monja pequeña y con bigote rezaba de rodillas de una forma compulsiva.
Hermana Hermenegilda, le presento al inspector Losada.
La monja continuaba rezando.
Hermana - dijo Losada – cuénteme lo que ha pasado.
No lo sé... Dios se ha llevado al Cardenal. Ahora mismo estará sentado al lado de Jesucristo, disfrutando de la vida celestial. Santo... era un santo.
Bueno hermana, ¿estaba enfermo el Cardenal?.
No que yo sepa. Tenía una salud de hierro pese a su edad.
¿No tenía antecedentes de epilepsia o de enfermedades de corazón?
Ya le he dicho que estaba sano. ¿No quiere oír o qué le pasa a usted?.
Perdone hermana, pero hemos de conocer los detalles. ¿Tenía enemigos?.
No, claro que no... Era un santo. Pero ¿por qué me pregunta eso?. ¿Es que no ha muerto de forma natural, llamado por Dios?
Pues no lo sé, hermana. ¿Preparó usted el chocolate?
Pero que se ha creído usted, policía de pacotilla, pues claro que lo preparé... ¿Qué piensa?, ¿qué lo he envenenado?. Por todos los Santos, la Virgen y el Espíritu Santo... Yo sería incapaz de hacerle daño a la mejor persona del mundo...
No, no, hermana – dijo Losada intentando librarse del furibundo ataque de la monja bigotuda – disculpe usted si la he molestado.
En el otro extremo de la habitación, el agente García no podía evitar reírse ante lo cómico de la situación, con aquella monja bajita pegándole al gordo de Losada, y Losada acurrucado en un rincón con las manos por delante, protegiéndose de aquella campeona del peso welter monjil.
Una vez la monja fue apartada de Losada, salieron de la habitación. Se dirigieron al cuarto donde estaba el doctor Carrascosa.
Doctor – dijo Losada - ¿está usted en condiciones de explicarme lo que ha pasado?.
“Bues clado que do” (o algo similar). Dijo el galeno, que volvió a tenderse en el sofá donde estaba durmiendo la mona.
Parece que habrá que esperar a mañana para tomarle declaración – dijo Losada dando la vuelta -.
Salieron al frío de la noche. Cada vez quedaban menos curiosos (y menos monjas) alrededor de la casa. Losada tiró lo que quedaba del cigarrillo a la acera. Nunca le habían gustado los curas ni las monjas, pero ahora le gustaban menos. Miró el reloj: las dos de la madrugada. Tenía sueño, estaba cansado y estaba cabreado. Tras despedirse de García subió al coche y se dirigió a su casa. Toda la familia dormía placidamente, se preparó una copita de anis del mono y se tumbó junto a su mujer. Recordó que no había cenado. Mala manera de empezar el régimen.

-Continuará-

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