UN DIA DE GUARDIA
Los vi llegar, a través de las puertas vidriadas, formando grupo. Como tantos otros que se aproximaban al edificio buscando ayuda. Eran tres, dos hombres y una mujer. Me llamó la atención el que ella no ocupara el centro del grupo, un prejuicio como otro cualquiera. Pensé que el enfermo era el del medio que además se cubría la cabeza con una toalla arrollada en forma de turbante. Sus brazos crucificados en los hombros de sus compañeros lo sostenían así como los brazos de aquellos alrededor de su cintura, sus pies araban el asfalto con indolencia; lo arrastraban. Un accidente doméstico pensé.
Volví a la sala donde los compañeros de guardia despotricaban con saña de los pacientes que acudían a Urgencias, de sus familiares y sobre todo del enloquecido sistema sanitario de urgencias en el que nos hallábamos inmersos; infelices aprovechábamos la tregua proporcionada por la retransmisión televisiva de un partido de fútbol. Habían transcurrido diez horas desde el inicio de la jornada y nuestro humor iba declinando con las horas. Como decía Landis ya no estabamos para hostias; habíamos ingerido nuestra ración de "mareos malos", "dolores de cabeza", "fiebres", "manchas en la piel", "dolores de pecho" y broncópatas avanzados, abuelos deshidratados secos como un bacalao sin mencionar las embolias cerebrales, los que se habían pinchado, los borrachos y toda una caterva de miseria humana que te entraba por la boca, por los oídos, por los ojos, por el olfato (¡dios que pestazos¡), produciendonos un empacho de “humanidad” que no sabias donde vomitarlo.
Contemplaba aquel desfile cada seis días, de infortunio y dolor, y pensaba que lo mismo estaba ocurriendo en aquel mismo momento en miles de hospitales del mundo. A pesar de toda aquella miseria y dolor la gente se reproducía como conejas, no paraban de engendrar hijos y ya desde pequeñines les enseñaban el camino del hospital, tenían que aprender los viejos caminos de la sabiduría. Al hospital se podía ir a la hora que antojara y allá podías hacer de todo : cagarte, vomitar, revolcarte por el suelo, berrear y si se terciaba le podía decir hijo de puta al médico que te atendía.
El espectáculo forjaba caracteres como dirían los antiguos. Nosotros estabamos encantados cagandonos en todo cuando nos interrumpió el celador, requerían nuestra presencia en la sala de espera y corriendo.
Era el grupo de los tres que momentos antes vislumbré a través de los cristales. La acción fue rápida, lo dejaron caer como un muñeco de trapo encima de la camilla y salieron por piernas diciendo no sé qué del coche. El tipo emitió un sonido gutural que nadie entendió e inmediatamente se marcó una convulsión generalizada; una voz en tono jocoso comentó algo respecto al turbante, le sujetamos como pudimos y Ordi le quitó la toalla de la cabeza. Él lado derecho del cráneo parecía el cráter de un volcán sólo que en vez de lava lo que vertía era parte de la masa encefálica. Ordi se puso lívido e inmediatamente vomitó. En el lado opuesto un pequeño orificio renegrido nos aclaró el diagnostico. Alguien comento que todavía vivía, de forma que nos pusimos ha realizar las maniobras que el caso requería aunque en nuestro fuero interno sabíamos de sobra como acabaría la historia.
Sentí que una mano se aferraba a la mía durante unos instantes, al retirarse algo quedó entre mis dedos, miré, un papel arrugado con algo duro envuelto; no sé por qué lo deslicé en el bolsillo del pijama y seguí con la inútil tarea. Al cabo de un tiempo el más sensato del grupo comentó que el paciente agradecía nuestro esfuerzo pero que ya no nos necesitaba.
Bajamos a cenar, nuestro cansancio aumentó con la fatigada luz de los fluorescentes del comedor; éramos tres y el suceso del turbante nos había dejado mal cuerpo, de todas formas ingerimos la bazofia habitual, la noche podía ser larga. Volvimos a nuestra tarea y otros compañeros fueron a cenar, parecían contentos. Inconscientemente introduje la mano en el bolsillo del pantalón del pijama y noté el envoltorio con alma dura, me disponía a desenvolverlo cuando un estentóreo "malalt per veure" proveniente del control de enfermería me sacó de mis pesquisas.
El resto de la noche transcurrió de forma habitual, pude descansar tres o cuatro horas en una litera previamente usada y sin cambiar las sábanas. Pensaba en los privilegiados médicos adjuntos que disponían de camas normales y sábanas limpias, algún día y si era buen chico yo ocuparía una de aquellas. Con la sensación de no haber dormido -cuerpo de plomo y boca pastosa- me incorporé a la planta de medicina interna. Pasar visita a los enfermos ingresados (la mayoría con SIDA y que los adjuntos ya no querían ni ver) y llenar un montón de peticiones para analítica, radiografías y demás me lleno el resto de la mañana hasta sentirme embotado, cansado y deprimido, por lo que decidí tras unas palabras tensas con el servil residente de quinto año de medicina interna irme a descansar.
Faltó poco para que me quedara dormido en el metro, afortunadamente las cotidianas actuaciones de tres o cuatro individuos que se desgañitan intentando arrancar unas monedas a los pasajeros me permitieron mantener un mínimo grado de vigilia hasta llegar a Sagrada Familia. El sol de mediatarde hirió mis ojos, bizqueando y cargado con la bolsa repleta de libros y demás utensilios con los que un médico residente se enfrenta a la guardia de urgencias llegué al piso que compartía con dos tipos más, afortunadamente estaba solo. Tras una ducha caliente y relajante me dirigí al frigorífico para descubrir que sólo quedaba un pote de mayonesa casera con una sospechosa capa verde encima, decidí irme a dormir tal cual.
Me desperté a las ocho de la noche con un rugir de tripas esplendorosa. Salí de la habitación, no parecía haber nadie más en la vivienda. Decidí bajar por las escaleras para no encontrarme con la portera, sus reclamaciones de los alquileres retrasados eran auténticas torturas. Mi ardid no dio resultado. Farfullé cuatro escusas mal hilvanadas y me largué.
El local, situado en la misma acera a tres manzanas de distancia, se llamaba "Hermanos Reche", comidas económicas. Un gran portalón vidriado que en su día debió ser el orgullo del propietario, todo él actualmente ilustrado con pinturas de trazo pueril representando a Carpanta con un pollo en la mano y en otra Mortadelo comiéndose un bocadillo de incierto contenido, permitía la entrada a un recinto de planta cuadrada, a la derecha la barra con la cafetera y unos pobres estantes con botellas, el inevitable póster del "Barça" y un calendario con señora despelotada. El resto del local lo ocupaba una decena de mesas, un tanto desastradas, de formica y sillas baratas. La mayoría estaban ocupadas, me senté en una del fondo, desde donde se veía bien la televisión transmitiendo las noticias de la noche. Se acercó Macario. Orondo y calvo, pasados los sesenta sólo esperaba que algún banco o caja de ahorros le ofertara una buena cantidad por su local que le permitiera alejarse definitivamente de aquel mezquino universo, hubo un tiempo en que trabajó ilusionado, supongo que como todos. Me ofreció higado encebollado con pimientos fritos y tinto, se me hizo la boca agua. Las noticias se sucedian en la tv con la parsimonia habitual, el resto de comensales hacian lo mismo que yo, masticar en silencio y mirar fascinados a la pantalla. Y allí estaba, como cada dos por tres, el conseller de sanitat pronunciando las tonterias habituales. Por un momento su rostro se transformó en el del suicida de la mañana.
Acabé de cenar y me fui a dormir.