jueves, 29 de abril de 2010

REFLEXIONES DEL DOCTOR MABUSE

REFLEXIÓN UNO

SOBRE LA ESPECIE HUMANA

Según explican las diferentes sectas judeo-cristianas y obedeciendo el mandato divino de crecer y reproduciros, los humanos nos propagamos por todo el planeta sin oposición alguna.

Es lo mismo que realizan las células cancerosas, que pueden desarrollarse en los individuos de esta o cualquier otra especie animal, de manera que podemos afirmar que siguen el mismo mandamiento divino que afecta a la especie, insisto según aquellas sectas arriba mencionadas. Son células profundamente religiosas, las cancerosas.

La pirámide alimentaria en la que posiblemente se desarrollaron los primeros primates, mantenía su población bien equilibrada con el resto de las especies, tanto animales como vegetales.

Desde el inicio de lo que conocemos como Evolución, se rompió la armonía del planeta.

En el supuesto de que el planeta tuviese cerebro, éste comprendió que una enfermedad se iniciaba en su piel, en su epidermis: había perdido el control sobre una de sus criaturas.

Tanto juguetear con el ADN al final éste le jugó una mala pasada: el homo sapiens inició su imparable andadura por la epidermis del planeta.

Y aquí estamos, comiéndonoslo todo, no dejaremos nada: sigamos reproduciéndonos y comiendo hasta que la fiesta acabe: como un cáncer.

Pero antes de que esto acabe, ahora que disponemos de un ratito de tiempo vamos a ocuparnos de lo que ocurre en nuestro cuerpo, de los males y afecciones que nos aquejan y algunas cosillas más.

A grandes rasgos somos muy parecidos, todos tenemos cabeza, tronco y extremidades. Las diferencias se basaran predominantemente en el color, la estatura y el volumen.

Otras diferencias las podemos encontrar en la reproducción de la especie basada en la existencia de dos sexos masculino y femenino; en cuanto a la sexualidad existen numerosos y variopintos sexos.

REFLEXIÓN DOS

COSAS QUE PUEDEN IR AFECTÁNDONOS A LO LARGO DE NUESTRA VIDA.

FIEBRES Y OTRAS CALENTURAS

Nuestro organismo, cuando está vivo, presenta una temperatura que oscila alrededor de los 36.5º C (grados centígrado), con variaciones de 1 a 4 décimas según las horas del día y dependiendo de si es rectal, bucal o axilar. Ésta última es la que más se utiliza por razones obvias.

Según doctos nigromantes, si la temperatura supera los 37,5º C estaremos delante de una persona que tiene FIEBRE. Inmediatamente haremos sonar todas las alarmas de que disponemos y tomaremos las siguientes medidas según el tipo de fiebre que nos parece más probable:

FIEBRE CONEJERA.- Se observa en adolescentes y adultos jóvenes, está en relación con lo que denominamos tormenta hormonal , se acompaña de comezón en las entrepiernas y sensaciones turgentes en los aparatos reproductores. En esos momentos las funciones superiores del sistema nervioso central se ponen al servicio de las hormonas y el individuo deja de razonar. El homo sapiens en esta situación es sumamente peligroso. Sólo tiene un objetivo: encontrar el congénere que necesita. Cualquier obstáculo puede ser violentamente apartado.

Una vez pasada la tormenta, un tren de borrascas irá sometiendo al individuo a lo largo de toda su vida hasta que finalmente éstas cederán de forma súbita o progresiva, con temperaturas en descenso, hasta desaparecer por completo.

FIEBRE CONEJERA EN EL ANCIANO.- Suelen presentarla todos los sexos aunque es más frecuente en el masculino. En él las escasas y deterioradas neuronas que le restan (las hormonas tiempo ha finiquitadas) le irán recordando sus cada vez más lejanos y prodigiosos portentos sexuales. Es entonces cuando la fiebre conejera adopta otras formas no menos llamativas como puede ser el sangrado espontáneo por la nariz (epixtasis) ante el espectáculo que puede ofrecer una jovencita en plena primavera. Babeos torrenciales e incluso pedorrera incontrolable que actualmente son objeto de sesudos estudios, incluyendo tesis doctorales.

miércoles, 14 de abril de 2010

EPISODIOS INMUNDOS

-Continuación-

EPISODIO DOS

El inspector Losada apuró el cigarrillo. La noche era fría y no estaba de buen humor.
Toda la mañana había estado ocupado con el papeleo del caso del barrio chino,
intentando evitar que el juez dejara suelto a Ramírez. Al final el juez no quiso
problemas y el delincuente salió a la calle como si nada hubiera pasado.
Más tarde, su mujer llamó por el teléfono móvil pidiéndole que pasase a recoger unos encargos por la tienda de los “moritos”; y cuando se disponía a realizar el encargo volvió a sonar el móvil, esta vez desde comisaría para ir a la residencia del Cardenal a investigar un posible homicidio.
Bajó del coche, dejándolo en doble fila, y tiró la colilla a la acera.
Alrededor de la residencia del Cardenal homigueaban un puñado de curiosos, varios agentes de policía y, según le pareció, un sinfín de monjas.
Subió las escaleras que llevaban al primer piso, notando que el aire cada vez escaseaba más en sus pulmones. Losada nunca fue un tipo atlético. Ya de joven era más bien gordito, y ahora, a sus cincuenta y dos años se había convertido en un hermoso ejemplar de lo que el sedentarismo y la comida rápida pueden conseguir. Sus ciento cinco kilos de predominio abdominal, junto con su pelo ralo, algo canoso y su descuidada forma de vestir le habían ayudado al progresivo deterioro de su imagen dentro del cuerpo de policía, donde ya poca gente le creía capaz de repetir las investigaciones que le hicieron modelo de no pocos jóvenes en la academia.
Entró en la estancia que había al final del pasillo. Allí vio al agente García, un tipo gris con cara de pescado con el que había compartido alguna investigación, como aquella del yonqui encontrado en un descampado con las orejas cortadas. García tendría unos cuarenta años y era bajito y delgado, con la mala leche que ello implica.
Vaya, el inspector Losada en persona...
¿Qué tal, García?, Dime qué tenemos.
Mala cosa... el cardenal está frito encima de su mesa. Tengo a una monja histérica y a un médico borracho.
Losada vio el cuerpo del Cardenal de bruces sobre el escritorio. Parecía un sapo enorme.
Una imagen lamentable. García, recuérdame que mañana mismo empiece el régimen. No quiero acabar como este pájaro.
El pájaro, como tu dices, es un personaje. Ya han llamado los del ayuntamiento y los de todos los periódicos, interesándose por su muerte.
Pues tiene toda la pinta de haberse muerto de viejo y de mala hostia.
Joder, Losada, como declares algo así delante de un periodista, mañana mismo te mandan a dirigir el tráfico en Mongolia.
Indiscutiblemente García tenía razón, pero el fiambre era el de un hombre viejo (probablemente más de setenta y cinco años) y no se veían señales de violencia ni de lucha en la estancia. No entendía muy bien porqué le habían hecho ir en persona.
Puede que te interese saber que murió instantes después de tomar un chocolate. He mandado muestra al laboratorio.
¿Chocolate?. ¿De verdad crees que se lo han cargado?. Se habrá atragantado con el melindro... Pobre viejo.
El doctor Carrascosa estaba con él en el momento de la defunción y asegura que no se atragantó. Según él – leyó en su libreta – se puso morado mientras una saliva espesa le caía por la comisura, y luego murió.
Carrascosa... ¿No es ese el médico del Hospital General que sale de vez en cuando en la televisión y en los periódicos hablando de no se qué de la sanidad y las enfermedades venéreas?.
No, hombre, no. Ese es otro. Carrascosa es el jefe del servicio de anestesiología del Hospital Duques de Medinaceli, según me ha dicho.
Y ¿qué hacía el doctor con el Cardenal a estas horas?.
Dice que eran viejos amigos y que habían quedado para verse. De todas maneras, no se si el testimonio del buen doctor es muy de fiar. Ya te he dicho que su aliento apesta a alcohol.
No dejes que se vaya. Me gustará oírle.
El inspector Losada dio una vuelta alrededor de la mesa. Al menos el fiambre no tenía ningún cuchillo clavado, ni su sangre adornaba su bien ganada púrpura. Con un poco de suerte sería un caso de muerte natural y podría archivar todo aquello sin tener que lidiar con políticos y periodistas.
El despacho estaba muy bien ordenado. En una pared había una copia de aquel cuadro de un italiano del Renacimiento en el que se veía a Dios acercando una mano a Adán. La otra pared tenía un tapiz de color rojo con hilos dorados en el que destacaba la figura de un descarnado viejo rodeado de orondas bellezas. La mesa sobre la que descansaba el cadáver estaba limpia, sin ningún papel ni nada que hiciera pensar que allí trabajaba alguien. Tan sólo una mancha marrón (¿de chocolate?) ensuciaba un extremo de la mesa. Una mancha que no era como todas las manchas. Si bien el extremo libre de la mesa presentaba aún el goteo del líquido espeso, la parte más central de la mancha parecía dibujada con un tiralíneas, como si un papel hubiera estado antes en ese lugar y alguien lo hubiera retirado. Encendió otro cigarrillo y, soltando una bocanada de humo, gritó:
García, llévame a ver a la monja.
Cruzaron de nuevo el pasillo, mal iluminado, llegando hasta una habitación pequeña, donde una monja pequeña y con bigote rezaba de rodillas de una forma compulsiva.
Hermana Hermenegilda, le presento al inspector Losada.
La monja continuaba rezando.
Hermana - dijo Losada – cuénteme lo que ha pasado.
No lo sé... Dios se ha llevado al Cardenal. Ahora mismo estará sentado al lado de Jesucristo, disfrutando de la vida celestial. Santo... era un santo.
Bueno hermana, ¿estaba enfermo el Cardenal?.
No que yo sepa. Tenía una salud de hierro pese a su edad.
¿No tenía antecedentes de epilepsia o de enfermedades de corazón?
Ya le he dicho que estaba sano. ¿No quiere oír o qué le pasa a usted?.
Perdone hermana, pero hemos de conocer los detalles. ¿Tenía enemigos?.
No, claro que no... Era un santo. Pero ¿por qué me pregunta eso?. ¿Es que no ha muerto de forma natural, llamado por Dios?
Pues no lo sé, hermana. ¿Preparó usted el chocolate?
Pero que se ha creído usted, policía de pacotilla, pues claro que lo preparé... ¿Qué piensa?, ¿qué lo he envenenado?. Por todos los Santos, la Virgen y el Espíritu Santo... Yo sería incapaz de hacerle daño a la mejor persona del mundo...
No, no, hermana – dijo Losada intentando librarse del furibundo ataque de la monja bigotuda – disculpe usted si la he molestado.
En el otro extremo de la habitación, el agente García no podía evitar reírse ante lo cómico de la situación, con aquella monja bajita pegándole al gordo de Losada, y Losada acurrucado en un rincón con las manos por delante, protegiéndose de aquella campeona del peso welter monjil.
Una vez la monja fue apartada de Losada, salieron de la habitación. Se dirigieron al cuarto donde estaba el doctor Carrascosa.
Doctor – dijo Losada - ¿está usted en condiciones de explicarme lo que ha pasado?.
“Bues clado que do” (o algo similar). Dijo el galeno, que volvió a tenderse en el sofá donde estaba durmiendo la mona.
Parece que habrá que esperar a mañana para tomarle declaración – dijo Losada dando la vuelta -.
Salieron al frío de la noche. Cada vez quedaban menos curiosos (y menos monjas) alrededor de la casa. Losada tiró lo que quedaba del cigarrillo a la acera. Nunca le habían gustado los curas ni las monjas, pero ahora le gustaban menos. Miró el reloj: las dos de la madrugada. Tenía sueño, estaba cansado y estaba cabreado. Tras despedirse de García subió al coche y se dirigió a su casa. Toda la familia dormía placidamente, se preparó una copita de anis del mono y se tumbó junto a su mujer. Recordó que no había cenado. Mala manera de empezar el régimen.

-Continuará-

miércoles, 7 de abril de 2010

EPISODIOS INMUNDOS

PRIMER EPISODIO


A últimas horas de la tarde de un día laboral, el largo pasillo que conducía hasta las dependencias privadas de su eminencia el cardenal de la iglesia Católica , ofrecía un aspecto desolador. Pared estucada con ventanales anodinos delimitaban un espacio invadido por el anochecer, solo levemente iluminado por el alumbrado público de la calle. La hermana Sor Hermenegilda, bajita, cincuentona y bigotuda con largos años al servicio de su eminencia, cejijunta y con cara de malas pulgas se deslizaba por el pasillo en dirección a los aposentos de su eminencia. El timbre de la puerta de entrada había interrumpido sus inacabables oraciones. Una vez acomodada la visita en la salita de espera, se dirigió al despacho del Cardenal Martínez. Sólo el fru-fru de su hábito competía con el ruido amortiguado del tráfico. Una vez en la puerta la abrió con decisión y confianza aunque sin entrar en el amplio y cálido despacho.
- Su Eminencia, la visita que esperaba acaba de llegar. Su voz semejante a un chirrido de puerta mal engrasada rompió el silencio.
- Hágale pasar y si no es abusar de su bondad háganos un chocolatito de esos que usted sabe y por favor no se olvide de los melindros, luego si gusta puede retirarse a descansar.
- Sí Eminencia
Al llegar a la salita donde esperaba la visita, la monja ordenó más que pidió, al hombre que allí esperaba, que la siguiera. Entrado en los sesenta, desparramaba su humanidad en un sofá desproporcionadamente grande para el reducido espacio de la sala de espera dejando apenas sitio para la típica mesita auxiliar con todas las revistas eclesiales habituales, de estatura mediana-alta y vientre abultado su azulado color anunciaba sus debilidades, los regordetes dedos aferraban un portafolios con auténtica avaricia. La orden de la monja le cogió ensimismado y víctima de la pesada digestión tras su desmesurado almuerzo-arpía pensó-mientras movilizaba con dificultad su cuerpo. Siguiola con la diligencia que le permitía la mezcla de vinos, licores y salsas que corrían por su sangre, en un vano intento de despejar al máximo su mente antes de entrar en el despacho, consciente de que si no lo conseguía la reprimenda sería segura. Se maldecía a si mismo por su debilidad ante la comida y el alcohol y se juraba por enésima vez que de ahora en adelante no cometería estos errores. Al llegar a la puerta donde le esperaba el Cardenal, la monja se volvió bruscamente y poniéndole la mano en el pecho le ordenó detenerse, el hombre dio un respingo y no pudo evitar una vaharada de fétido aliento envuelto en alcohol que se estrelló en el bigotudo rostro.
- Ha vuelto a beber, es usted despreciable. Inmediatamente abrió la puerta y anunció: su Eminencia, el doctor Carrascosa.
Y apartándose le dejó paso franco. El pobre hombre, sudando copiosamente se dirigió melifluo y reverencioso hacia la mesa del Cardenal.
- Querido doctor pase y siéntese, pero que le pasa, se siente usted mal..............no, no es posible, virgen santa no tiene usted remedio, está completamente ebrio.........se ha vuelto usted loco?, sabe los papeles que trae en su portafolios?, no debimos de confiar en usted conociéndole como le conocemos. Al menos se habrá fijado si le han seguido.
- No Eminencia de eso estoy seguro, contestó con dignidad. Bien entréguemelos y siéntese de una vez.
Su Eminencia, sentado ante su magnífica mesa abrió con displicencia el portafolios, próximo a los ochenta su lustroso rostro enmarcado por sureña papada y norteña calva relucía a la luz de la lámpara de mesa, sus ojillos de depredador revolotearon sobre los documentos que extraía lentamente.
- Huuummm, veamos.......... creo que está todo, conselleria........colegios de médicos......sindicatos de médicos........sólo faltábamos nosotros y afortunadamente el santo padre nos ha dado su bendición; pero dígame doctor, ¿que opinan usted y sus compañeros de nuestros planes para la sanidad pública? .
La puerta se abrió sin aviso previo y la chirriante voz de Sor Hermenegilda anunció la merienda.
- Pase y déjela sobre la mesita turca querida hermana fue la contestación, y puede retirarse.
- Gracias Eminencia, buenas noches.
Al cerrarse nuevamente la puerta la escena quedó en silencio, anfitrión y huésped sumidos aquel en la revisión de los documentos y el doctor en sus propios pensamientos, todo iluminado por la escasa y cálida luz de la lámpara. Levantando levemente la cabeza el cardenal susurró,
- Sírvase si le place amigo mío.
- Gracias Eminencia si lo desea puedo también servirle una taza.
- Se lo agradeceré contestó la brillante testa y volvió a su lectora tarea.
Mientras el doctor cumplía con la sugerencia-orden, el Cardenal Salustiano Martinez uno de los más firmes candidatos a la tiara de San Pedro, husmeaba hambriento los documentos.
- Y dígame querido doctor que piensa usted del asunto que nos ocupa.
- Eminencia créame si le digo que lo que piensa un humilde jefe de servicio apenas si cuenta en la seguridad social.
- Ya, ya, pero no se me vaya usted por las ramas, le he hecho una pregunta muy concreta.
- Verá Eminencia el sustituir a todas las enfermeras de los hospitales de la seguridad social por monjas a mi entender tendrá serios problemas tanto de aceptación como de preparación , si bien es verdad que el ahorro en salarios y material así como de medicamentos, permitiría la viabilidad de la sanidad pública en la actualidad y a largo plazo, no lo es menos que los sindicatos de enfermería presentarán una dura batalla, esto sin contar con el seguro boicot de los laboratorios farmacéuticos. Y de otro lado tenemos el tema de la preparación técnica de las monjas.
Una mano levantada interrumpió al galeno y a continuación dijo:
- De eso no ha de preocuparse, nuestras monjitas, autentica bendición divina, están preparadísimas, pues piense usted que la mayoría de ellas se han formado en hospitales del Tercer Mundo así que ya puede comprender que han visto de todo y en unas condiciones de carencia tal, que junto con nuestros votos de pobreza y vida ascética, les permitirá realizar su trabajo con no más del diez por ciento del material que en estos momentos se despilfarra, imagínese querido Carrascosa no solamente el ahorro en salarios sino lo más importante en material y medicamentos. Eso sí, la Iglesia quiere el treinta por ciento de lo que se ahorre, con esto asegurariamos nuestra finanziación e independencia del Estado hasta el fin de los tiempos.
A medida que el Cardenal peroraba apoderábase de él un frenesí incontrolable, ya no estaba hablando con una sola persona sino que se veía en la plaza de San Pedro dirigiéndose a los peregrinos, una salibilla le resbalaba por la comisura izquierda y frecuentes temblores le recorrían el dorso, los párpados desmesuradamente abiertos y los brazos como molinetes. El doctor Carrascosa empezó a sentirse preocupado, sobre todo con el color del rostro del prelado que empezaba a hacer honor a su cargo dentro de la iglesia.
Súbitamente cayó de bruces sobre la mesa.

-continuará-